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Me Acuso Padre (Cuento de Navidad para cazadores)

Don Gregorio, el párroco de mi pueblo, tenía cara de haber nacido para cura.  Era regordete, aunque lucía la sotana como ningún otro clérigo,  amante de la buena mesa y la posterior copita de digestivo, que ayudara a poner el alma en comunicación directa con el Creador, un corazón que no le cabía en el pecho y defensor a ultranza de las buenas costumbres, las tradiciones, la misa, al menos semanal y el ejercer de  auténtico Can Cerbero de la moralidad de sus feligreses.

Solamente una ligera nube blanca ensombrecía su alma. Esta era su impenitente afición de cuquillero, que más que afición era pasión y que a veces le evadía de sus pensamientos divinos para transportarlo al catrecillo, con su mirada fija en la tronera, por lo alto de los martillos de su vieja Sarasqueta del 16, escuchando imaginariamente el responso que su reclamo ‘Chacón’ echaba al último macho inerte de la temporada pasada ¡Ojalá los responsos que él mismo dirigía a los feligreses que partían al encuentro de Dios fueran escuchados con tanta atención y sentimiento como el profesaba a los de ‘Chacón’.

Estaba poniéndose la estola para oficiar misa temprana, aquella fría mañana del cinco de enero de 1965, cuando escuchó en la puerta de la sacristía, como un susurro….

– Ave María Purísima, padre.
La figura de doña Matilde, la beata esposa de Francisco Rojas, el mayor terrateniente y a la vez avaro redomado de la comarca, aparecía, vestida con tupido abrigo negro y con negro velo también sobre la cara, como cuervo quieto en rama seca.

– Sin pecado concebida, hija.
– Vengo a hacerle una súplica en nombre mío y de mi esposo.
– Pues dígame Matilde.
– Ayer, cuando Velarde, nuestro casero de Matallana, volvía al cortijo con dos mil duros, tras haberle vendido unas cabras a  ‘Corremontes’, se encontró con un enorme peñón desprendido de la ladera de la Serrezuela y, mientras salió del coche a buscar ayuda para quitar la piedra, alguien se llevó la cartera con el dinero que este llevaba en el reservado del vehículo. Y tuvo que ser alguien del pueblo que supiera lo de la venta. Y me pide mi marido que usted lo diga hoy y mañana en el sermón, por ver si el alma arrepentida de ese desgraciado deposita el dinero en la Sacristía.

– Pues, así lo haremos, Matilte. Tranquilice su alma y la de su marido ¡Sólo me faltaba una oveja descarriada entre mis parroquianos!

De poco sirvió, al menos aquel día, el que Don Gregorio se pusiera encendido y vehemente en el púlpito, como el más ardiente de sus machos de perdiz, echando un sermón que más que parábola fue un azote de almas. Olvidándose de que era víspera de Reyes y yendo al grano del robo y de las consecuencias infernales que traería para el alma del descarriado el persistir en ese camino totalmente apartado de los designios de Dios.

Tras una opípara cena, como corresponde a una noche toledana de frío invierno, el cura fue, antes de acostarse, a visitar el cepillo de la entrada de la Sacristía por ver si habían depositado el dinero. El hecho de no encontrar más que las monedillas de dos reales, acostumbradas tras cada misa, le enfureció hasta tal punto que para relajarse, tuvo que arrearse un flagelo de anís ‘Machaquito’, abandonarse a los recuerdos de la pasada temporada del reclamo y pensar en la inminente llegada de la nueva, para la cual tenía ya todo preparado. El nuevo puesto portátil de lona con troneras (¡que adelantos! Veremos a ver si no lo extraña el pájaro), los cartuchillos del 16 con plomo del 6 (que rompe hueso e impide que el del campo se mueva del tiro) y hasta una sayuela con sus iniciales, confeccionada por una de las beatas de la parroquia. Así entró en sueños aquella noche.

El día de Reyes, poco antes de misa de diez, la Plaza de la Iglesia era un hervidero de chiquillería, con balones, tractores de juguete, muñecas, trompos… y toda la carga que Melchor, Gaspar y Baltasar habían depositado en los balcones del pueblo esa madrugada. Con la iglesia a tente-monte, volvió Don Gregorio a referir lo del robo a Velarde, entre alusiones a los Magos de Oriente, la estrella que los guió y el oro (ahí entremetió lo del hurto), el incienso y la mirra. Pero tampoco hubo resultado positivo, al menos hasta después del temprano y abundante almuerzo.

Esta vez, cuando fue a abrir de nuevo en vano el cepillo de la Sacristía, Don Gregorio iba crujiendo como un saco de pimientos. Y no era ya de indignación, sino porque, bajo la sotana llevaba puestas las botas de campo recién estrenadas. Su pasión por el reclamo le impulsó a cometer esa misma tarde un pequeño ‘adelanto de temporada’, que seguro que allá en el cielo San Huberto le echaría una mano a perdonarlo, pues era el único pecado venial que se permitía algunos años, cuando ya agotada su frágil entereza en este tema y sin poder aguantarse, sacaba el reclamo y la escopeta antes de que se levantara oficialmente la veda, si es que veía a su pájaro tan encelado como lo estaba él mismo. La Guardia Civil, pensó, estaría esa tarde de sobremesa, entretenidos con sus niños y  sus juguetes nuevos.

El suave solecito de las cuatro de la tarde calentaba algo la pared lateral del puesto de lona, armado primorosamente en una bajera de la cresta del cerro del Pozuelo, con ‘la plaza’ puesta en la pata de otro olivo ralo que había a no más de veinte pasos. El corazón se le salía del pecho al orondo cura, entre la emoción de lo prohibido y los primeros cantos de ‘Chacón’ por alto, levantando el campo.

En esta especie de cielo cinegético se encontraba, cuando de pronto el reclamo empezó a regañar ante el ruido de los cencerros de una piara de cabras que faldeaba la ladera del Pozuelo. No era un elemento excesivamente extraño para su pájaro, acostumbrado por su veteranía a tener faenando cerca a las gentes del campo y sus animales, pero ‘Chacón’ no paraba de regañar y botarse en la jaula, cosa poco habitual en él. Hasta que de pronto enmudeció ante la extrañeza del cura.

– “Ave Maria purísima”
Escuchó Gregorio, sorprendido y cabreado a la vez, por la espalda de su puesto de lona. Desamartilló la Sarasqueta, levantó la trampilla de la tronera trasera y se encontró de bruces con la cara montuna del cabrero ‘Corremontes’, arrodillado ante su puesto portátil y en actitud de confesión.

– “Sin pecado concebida”.
Acertó Don Gregorio a balbucir, mientras se rodeaba en el catrecillo, perplejo y atónito ante lo extraño, absurdo y repentino de la situación.

– “Le he visto ponerse desde el cerro de enfrente, mientras careaba con las cabras y me he acercado con todo el cuidado que he podido para no asombrarle el pájaro. Pues me ha dicho la Antonia que lleva usted un par de días atribulado con lo del robo y lo ha referido en misa y quiero tener la conciencia tranquila, al menos ante usted y ante Dios.”
Se adentró el cabrero en su explicación mientras el cura sacaba la escopeta de la tronera del improvisado confesonario y miraba de reojo preocupado la reacción de su reclamo, a la vez que se recuperaba del ‘asalto’ (peor hubiera sido que lo hubiera visitado la Guardia Civil) y se disponía a escuchar en confesión al ‘Corremontes’.

– “Dime hijo. ¿Qué sabes de ese asunto y que atormenta tu conciencia?”
– “Padre, el dinero me lo llevé yo. Poco antes, la Antonia, mi mujer, se lo había dado a Velarde a cambio de veinte cabras. Las mismas que se me murieron envenenadas hace ya más de un mes mientras careaba de refilón el monte de Matallana. Y que nada tiene que envenenaran aquello a cosa hecha, pues de todos es sabido que don Francisco arrienda los pastos y no consiente que ningún animal cuyo dueño no pague, se coma una hierba de la dehesa.
Yo empujé el peñón al camino y tracé la engañifa para que mis niños no se quedaran sin comer más tiempo y sin alguna cosilla con que entretenerse el día de Reyes. El dinero me lo prestó el hermano de mi mujer y se lo he devuelto todo menos lo que necesariamente hemos gastado estos días, que ahora con lo que dan esas nuevas cabras, espero devolverle el resto en cuanto pueda.
Écheme usted la penitencia que vea conveniente. Pero póngase antes en mi sitio.”

– “¡Que te vayas de aquí ahora mismo y te lleves las puñeteras cabras que me van a echar a perder el pájaro! ¡Esa es la penitencia que te mando! Ego te absolvo pecatis tuos….”
Acabó el cura haciendo la señal de la cruz en el aire dentro del puesto.

Ya no recuerdo si Don Gregorio tiró esa tarde. Lo que si me contaron es que el pájaro no se le estropeó y le siguió dando alegrías al cura cuquillero mientras tuvo vida y celo. El dinero nunca apareció en el cepillo de la Sacristía.

¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!

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