En este momento estás viendo El Fantasma de Barrabas (Cuento de Navidad)

El Fantasma de Barrabas (Cuento de Navidad)

Alberto Espinosa, veterinario del pueblo y de todas las aldeas que pertenecían al ayuntamiento de aquella pequeña localidad de la Sierra Morena cordobesa, estaba esa fría mañana del día de 25 de Diciembre vacunando los cochinos ibéricos que criaba en su pequeña finca, enclavada en la zona más agreste de la sierra. Bonachón, simpático y amigo de la buena mesa, por lo que tenía unos kilillos de más, no era cazador, pero lo conocían todos los aficionados del pueblo y alrededores, municipio que por su situación privilegiada y el monte de cabeza que abundaba en todo su término es un paraíso de la Caza Mayor y en particular de la Montería.
Terminando estaba cuando entró a toda velocidad por la cancela del patio de la casa, la furgoneta de los hermanos Redondo, conocidos rehaleros de la zona.

– ¡Albertoooo, ¿Dónde estás?! ¡Sal por Dios, que se me mueren estos también! – Voceaba Esteban, el menor de los Redondo.
– ¿Qué pasa, Esteban? ¿Ya me traes otros pocos de perros rajados?

Se acercó Alberto a la furgoneta, cambiándose los guantes blancos de latex, mientras Esteban empezó a bajar con sumo cuidado cuatro podencos grandes, jadeantes, con los ojos vidriosos y hechos unos zorros por las innumerables heridas que presentaban.

– Todavía no ha terminado la montería pero me he venido a todo meter porque fíjate lo que me ha liado el marrano de siempre. Y mira que me dijo mi hermano que el día de Navidad no era buena idea montear. Me ha matado al alano y me ha hecho una carnicería que me cago en la madre que lo pario. – Sollozaba nervioso Esteban mientras se desahogaba.

Con serenidad, Alberto se roció las manos enguantadas volcando el porrón del desinfectante sobre las mismas y empezó a inyectar, desinfectar  y coser a los perros, allí mismo, delante del portón de la furgoneta, sobre un toldo de plástico que había extendido previamente.

– Tranquilo que estos se salvan todos. Tan sólo el berrendo tiene las tripas fuera y tendré que echarle más rato. ¿Otra vez el macareno viejo ese, no?
– El mismo hijoputa de siempre, el ‘Barrabás’. No hay manera de que lo agarren, pega cuchilladas certeras y se revuelve como si pesara treinta kilos, con el corpachón que tiene y los años que lleva por estas sierras. Y luego se pierde en el monte más espeso sin dar la cara en ningún puesto. Y ¡cualquiera entra a por él! Con lo que le hizo al Cabrerillo el año pasado, cuando intentó entrarle a cuchillo en la umbría de Cerratosas.

Aquel macareno viejo, que era el indudable señor de la Sierra, y al que un montero sevillano le puso el apodo de ‘Barrabás’ hará ya unos pocos de años, el día en que en un puesto cerrado le entró derecho hacia él, rompiendo monte como una exhalación y arroyando al montero, con un corte serio en una pierna.  Este solo pudo echarle un tiro de escopeta a pocos metros que le arrancó la oreja izquierda al marrano.

– ¡Ese bicho es más malo que ‘Barrabás’! gritaba el sevillano mientras se lo llevaban en unas parihuelas.

Desde entonces lo han visto en varias batidas, pero sin dar nunca la cara a los puestos y cuando ha topado con perros ha hecho una verdadera carnicería, sin conseguir agarrarlo ninguna rehala, ni siquiera verlo con claridad el perrero, pues los encontronazos siempre se producían en lo más intrincado y abrupto de la sierra. Ya se las sabía todas. Jamás entró a ninguno de los innumerables aguardos que le hicieron y encima tenía la costumbrita de meterse en los cercados de ibéricos de la zona y preñar alguna cochina en celo.

– Bueno, ya los tienes apañados. Llévatelos a la perrera y le pones una buena cama de paja, con agua al lado, pero sin comida hasta mañana. Cuando puedas me das cincuenta euros por los gastos, que voy a seguir vacunando. Que ya mismo llega la hora de la comida y aún no he terminado. Con lo que tiene preparado mi mujer en la cocina.

Alberto se reincorporó a la anterior tarea, mientras Esteban, ya más tranquilo, colocaba a sus animales en el furgón y partía para las perreras a soltar a los heridos. Luego tendría que volver a la montería, a recoger el resto de la rehala que ya tendría acollarada su hermano Antonio.

No era la primera vez que el veterinario intentaba arreglar una faena del Barrabás, a veces en las mismas juntas de carnes de las batidas a las que asistía para reconocer las reses abatidas. Había escuchado a los perreros contar como aquel macareno corpulento, pero arocho y ágil, despachaba unos cuantos perros sin darles ni siquiera tiempo más que a verlo desaparecer entre el monte espeso, con su manto blanco y su única oreja erguida.

– Ya he terminado. – Decía para sí Alberto – A esas dos no las vacuno que están en celo. Cuando se les pase lo haré…. ¿En celo? Se me está ocurriendo una idea, jaja. El jueves, cuando se tranquilice el monte después de la cacería vamos a probar una cosilla.

Al jueves siguiente, día 27 de diciembre era la última luna del año. Y por lo que le contó Esteban, el Barrabás no andaba muy lejos de su finca. No es que fuera un experto en aguardos, pero sabía desde hace años  que en el llano de lo alto de la Atalaya, merodeaban los jabalíes venteando cuando había cochinas en celo en su cercado, incluso había llegado a oír los gruñidos y trompazos de algún macho grande en el silencio de las noches en que dormía en la casa de la finca.

Alberto preparó los arreos, su rifle enfundado, un cojín y un poco de salchichón ibérico, pan y té caliente en el macuto, además una extraña sierra de acero inoxidable, un botiquín y la cámara de fotos. En la tarde del jueves se encaminó a su finca en la pickup con todos los pertrechos. Al llegar a la hacienda, cargó en la pickup una de las cochinas en celo, un saquito con maíz y una soga gruesa, dirigiéndose luego hacia el llano de la Atalaya, una pequeña meseta en lo alto del cerro más alto de aquellos contornos.

Serían las seis de la tarde cuando Alberto ató con cuidado a la marrana a uno de los madroños que bordeaban el llanete, esparciéndole el saco de maíz por el suelo y luego se encaramó a una de las ramas bajas más gruesas de la gran encina que dominaba el llano, con el cojín y aquel rifle de cerrojo de gran calibre, provisto de un generoso visor, que usaba en poquísimas ocasiones. Se acomodó como pudo con el cojín entre la rama y sus posaderas, esperando a ver si hacía acto de presencia el señor de la Sierra.

El frío de la noche serrana de diciembre cortaba como un cuchillo en la cara y las orejas, pero unos tragos de té caliente le ayudaban a sobreponerse. Pasaban las horas y la quietud de la noche solo se enturbiaba con los chasquidos de la cochina partiendo los granos de maíz. El monte recibía poco a poco la húmeda escarcha que lo dejaría blanco por la mañana. Eran ya cerca de las nueve de la noche cuando Alberto iba a dar cuenta del salchichón, pero escuchó gruñir nerviosa a la marrana, que estaba amarrada a menos de veinte metros de la encina. Soltó los arreos de comer en el macuto, agarrando el rifle que tenía colgado en una rama.

A la luz de la luna pudo distinguir como la parte de atrás del madroño se movía levemente sin que estuviera tensa la cuerda de la cerda. Unos cuantos gruñidos graves delataron la presencia certera del animal salvaje, pero su prudencia le mantenía oculto. Se oían perfectamente sus inhalaciones cargándose de aire. Indudablemente aquel macho lo estaba venteando y eso que Alberto no se había quitado ni el mono de bregar con los cerdos.

La marrana, que  había recordado su condición de hembra en celo, una vez tranquilizada, de pronto se giró, ofreciendo su grupa hacia la parte del monte, lo que hizo perder la prudencia a su pretendiente y de un salto el corpachón blanco del jabalí se montó encima de la cochina, asomando su enorme jeta por lo alto del lomo de la doméstica. En el fragor amoroso, la pareja se giró un poco ofreciendo el flanco izquierdo ambos animales. Alberto vio claramente que al verraco le faltaba la oreja izquierda, ya a través del visor de su rifle.

El tiro no ofrecía dificultad. Desplazó levemente el gatillo y sonó el disparo….

– ¡Chop!- El sonido como el de una escopeta de feria o menos.  Y el pequeño dardo rojo colgaba del costado izquierdo del jabalí como una banderilla de fuego. El animal a duras penas se sujetaba sobre la cochina, tambaleándose, hasta que, manoteando como un borracho, cayó de costado al suelo como un saco de trigo.

De un salto, Alberto se tiró de la rama con el botiquín en una mano y el rifle anestésico en la otra. Apoyó este sobre la encina y se encamino con paso ligero hacia el enorme jabato, sacando del botiquín una jeringa cargada que inyectó en el cuello del animal.

Una vez completamente anestesiado por buen tiempo, Alberto se dirigió en busca de la pickup que había dejado en el camino hacia el cerro, a menos de setenta metros del lugar de los hechos. Llegó con ella hasta el llano enfocando con la luz corta del vehículo al animal tumbado, a menos de cinco metros del mismo, dejando el motor arrancado y las luces puestas iluminando la escena, sacó la cámara de fotos, y con el flash activado, hizo numerosas fotos del Barrabás, echado de costado, con los ojos cerrados y cuidando bien de hacerle varias fotos de cerca a la cabeza, para que se le vieran sus desproporcionados colmillos y el muñón de su oreja izquierda. Incluso tuvo la ocurrencia de hacerse alguna, con el disparador retardado de la cámara apoyada en el capo del coche, posando el mismo detrás del enorme cochino, perspectiva que aún engrandecía más al animal.

Sacó Alberto del vehículo la sierra inoxidable, disponiéndose, con el botiquín extendido y armado de paciencia, con una sonrisa burlona en la boca, a extirparle los colmillos y amoladeras al animal. Un certero y profesional trabajo de bisturí y de sierra, a la luz de los  faros concluyó con los cuatro colmillos ensangrentados en una bolsa. Por cierto, una de las amoladeras se estaba retorciendo y clavándose en la cara del animal, por lo que iba a liberarlo de un sufrimiento importante. El veterinario se reía sólo, cachondo, pensando en broma que iba a gastar al día siguiente, día de los inocentes.

Terminada la faena, una vez suturada y desinfectada la encía del bicho Alberto cargó de nuevo la marrana en la pickup y se dirigió a la casa de su finca, dejando al macareno que despertara cuando quisiera, ya desprovisto de sus armas de guerra.

Al día siguiente, mientras despachaba productos y atendía al teléfono alguna consulta, las horas se le hacían largas para que llegara la del vino. Había impreso las fotografías a color en la impresora de su consulta, limpiado los colmillos y preparado todo para presentarse como lo hizo, a la una de la tarde – la hora del vino, como decían en el pueblo – en el bar de Los Cazadores, frecuentado por perreros, monteros viejos y aficionados y parroquianos de todo tipo para tomarse unos tragos y unas tapas antes de comer.

Llegó a la mesa de la  reunión donde estaban los hermanos Redondo, el Cabrerillo y algún otro rehalero y echó el sobre encima de la mesa con chulería sarcástica y estudiada, incluso antes de pedir su consumición.

Cuando Antonio Redondo abrió el sobre y vio las fotos y los colmillos del bicharraco pasándoselos a los demás, Alberto no podía reírse más por dentro. Esteban se levantó de la mesa abrazando al veterinario.

– ¡Pero como coño te las habrás arreglado, sin ser tu cazador, para matar a semejante demonio! ¡Dame un abrazo! ¡Y la foto esta del Cazador del Barrabás con la presa delante la vamos a enmarcar y colgar de la pared principal de esta taberna! – Exclamaba emocionado Esteban. – Ya estamos más tranquilos los perreros.

– Intenté aprovechar la carne y empecé a despiezarlo  – contó Alberto con sorna, sin poder aguantar la risa – pero olía un pestazo a macho reviejado que tuve que tirarla, jaja.

Las rondas de fino corrían como el agua calle abajo ese medio día y todo el bar jaleó la hazaña del veterinario. El Barrabás era ya historia para contar…

Fue en la Navidad del año siguiente, como era tradición, cuando se monteaba Cerratosas, la magnífica finca del Estado cuya montería cedía la Administración a la Sociedad de Cazadores local. Alberto iba como titular veterinario para inspeccionar las reses abatidas y todos los rehaleros de la zona acudían con sus rehalas a cambio de un puesto, como manda la ley montera.

En la junta de carnes, después de la batida, se acercó Esteban a Alberto que bregaba sobre el extraordinario tapete de jabalíes.

– ¡Alberto, no me creerás si te digo que he vuelto a ver al demonio ese del Barrabás en la zona más espesa de la batida! Esta vez no se enfrentó a los perros, se escapaba cerro arriba, hacia los altos más impenetrables de la mancha, pero se paró a mirarme antes de perderse en la espesura. ¡Era su corpachón blanco, sin la oreja izquierda!

(Seguramente, el animal, al verse desprovisto de sus defensas ya no hacía frente a los perros, aunque conservaba su finura como escapista). Alberto contestó con cachaza y una risa interior que le desbordaba sus disimulos:

– ¡Anda ya, Esteban, que te has vuelto a llevar al monte la petaca de aguardiente!. Tú lo que habrás visto es … ¡El fantasma del Barrabás!

_________________
A guiarme por los vientos,
de cachorro yo aprendí.
Ahora que soy perro viejo,
me es más fácil distinguir
a los lobos desde lejos.

Deja una respuesta