Siempre que llegan las fechas navideñas me da por escribir un cuento, alguna historia corta, de personajes entrañables y tradicionales, y que tenga un final acorde con estas fechas, es decir, un final feliz o bonito. Hasta ahora todas las historias que he escrito y que se pueden encontrar en mi muro de Facebook han sido inventadas, alguna basada en hechos reales, pero con argumento cambiado y adaptado. Los títulos de cuentos anteriores que se pueden encontrar en mi Facebook son EL MENDIGO; EL FANTASMA DE BARRABAS; ME ACUSO PADRE; EL DECIMO; LA LIEBRE DE LAS MONTALBAS… y algún otro que ahora no recuerde.
Sin embargo, la historia que cuento a continuación es totalmente real, sucedida hace apenas un mes y que me proporcionó una lección, difícil de olvidar, sobre a cuanto puede alcanzar la inteligencia y reacciones de un animal. En este caso una podenca.
Dentro de mi línea de podencos andaluces, metí hace ya más de diez años, una perra de Cuevas, hija del “Farruco” de Pedro Arcos, de nombre “Encarnita”, que era un auténtico torbellino en el campo. Muy certera en la búsqueda y seguimiento, incansable, pero a la vez indomable. No tenía hartura para la caza. Más de una vez tuve que volver por ella al día siguiente de la jornada de caza, al sitio donde cacé, a recogerla.
Confieso que usé con ella el collar de adiestramiento hasta darme lástima de sus reacciones. Cuando le daba un correctivo, emitía un chillido y seguía a lo suyo sin hacer caso a la llamada. Luego, dentro del patio de la perrera y en los sitios donde no había caza, era la más obediente del mundo. Pero en el cazadero se transformaba. Cuando íbamos a algún gancho que abarcara mucho terreno, era la mejor con diferencia. Todas las escopetas de las posturas decían haberle tirado algún conejo, que venía por los rastros que se los comía… un portento indomable.
La crucé con la otra línea más antigua de mis perreras, que es sangre de Los Lobitos, principalmente, para darle a la descendencia un carácter más dominable, intentando mantener su inteligencia y afición. De ahí salieron perros como mi “Onda”, hoy día la mejor de mi perrera, la “Lola” de mi amigo Enrique, el “Golfo”, el “Simón”, la perra del amigo Claudio, de Morón, cuyo nombre no recuerdo, tristemente fallecida, “Olivia”, “Uva”… todos perros excelentes, según yo he podido ver y me han reconocido los dueños de esos cachorros que salieron fuera.
Pero una de las hijas, que se quedó en mi casa, salió exactamente igual que la madre o, tal vez más indomable y más lista… la “Reina”, que así le puse de cachorra. Cuando ya “Encarnita” no estaba conmigo, yo veía a “Reina” en el campo y la estaba viendo a ella. En los ganchos de El Cortijuelo, donde fácilmente corría ella sola más de treinta o cuarenta conejos, en pleno agosto, no venía ni a beber agua. Se recogía la última y junto a su hermana “Onda”, eran siempre las que más conejos echaban y seguían hasta las posturas. Se bastaban ellas dos solas y desde hace un par de años, la cachorra “Una”, hija de “Onda” que es como su madre y su tía, para echar conejos a diez o doce escopetas. Cuando se le atrancaba un conejo en un aplastadero, “Reina” mordía los troncones hasta echarlo fuera o pillarlo. Tanto ella como su madre, acabaron sin dientes incisivos por ese motivo y por morder los alambres de las perreras el día que no les tocaba salir, por el tema de poder llevar sólo tres perros.
Hace más de un mes y tras mucho pensarlo, decidí regalar a «Reina». No quería venderla porque esa perra es especial. Es, con diferencia, la más lista de las que tengo y la de más pasión por la caza. Pero yo soy cada vez menos cazador y, con suerte, salgo una vez cada dos semanas y puedo llevar tres perros, de los siete.
Lo compensaba campeándola en los montes donde tengo las perreras, dos veces por semana. Pero la viciosa «Reina», cada vez que salía, se tiraba un día entero tras los abundantes jabalíes de la Sierra. Venía hasta más delgada, cuando volvía a la perrera. Le daba a todo… conejos, cochinos, zorros…Y si no la sacaba, mordía los alambres de la perrera, como he comentado antes. Sinceramente me daba lástima de la perra y pensé que lo que necesitaba era un cazador joven y con tiempo para sacarla tres veces en semana para que el animal se sintiera bien. Yo tenía observado que cuando se tiraba un día campeando por la sierra, luego estaba cuatro o cinco días relajada y tranquila.
A través de mi amigo Jorge contacté con otro amigo suyo, excelente cazador y mejor persona, Antonio, que cazaba mucho más que yo. La noche del veinte de septiembre pasado, le regalé a “Reina”, no sin decirle, antes de que se la llevara, cómo era la perra y el por qué se la daba.
Cuando Antonio llegó a su patio, en un pueblo de la sierra cordobesa, descargó el transportín, de esos de plástico con dos puertas, que se arman con unos clips. La perra dio un par de arreones dentro de la jaula y desarmó las puertas. Se salió del transportín y mientras Antonio iba por la correa para cogerla dentro del patio, el animal, lista como ella sola, se fue a un rincón de la valla de dos metros de altura y trepó por la alambrada hasta saltarla. Al otro día me lo contó Antonio por teléfono, apenado por la situación.
Yo pensé que la perra, acostumbrada a volver a su perrera tras largos campeos por la sierra, iba a volver a su casa, pero el pueblo donde la llevaron está a más de cincuenta kilómetros en línea recta de mis perreras. Pasaban los días y ni aparecía por mi casa ni la veían por ningún lado.
A los quince días, más o menos, la vieron por las afueras del pueblo de Antonio y se lo comunicaron a este, quien rápidamente me llamó y me envió un video para que yo reconociera a la perra. Al verla en el video me dio mucha alegría. Era ella sin duda y Antonio me dijo que cuando estuviera seguro que se había fijado en esa zona iba a mandar a un amigo, muy entendido en campo y animales, para intentar capturarla.
A la semana siguiente me volvió a llamar Antonio, —que buena persona es y que preocupación tenía con la perra— diciéndome que ya la tenían fijada y que le estaban poniendo comida donde sabían que se echaba. Y además de la comida, tres lazos con freno, para pillarla. Era cosa de días que cayera en alguno. Pero los días pasaban y ya iba camino del mes y medio que la perra estaba salvaje.
Llamé yo a Antonio y me dijo que la perra era complicada al máximo, cosa que yo sabía. Los lazos los levantaba con el hocico y se comía el cebo, tan tranquila, una vez tras otra. Curioso en una perra que nunca había caído en un lazo ni sabía lo que eran. Pero ella barruntaría como fuera que aquello era una trampa y los evitaba, deformando su postura y sin caer en ellos. Le dije a Antonio que iba yo a ir a intentar cogerla, la verdad sin muchas esperanzas, pues ya hacía más de un mes que andaba salvaje y todos sabemos como son los podencos en estas circunstancias.
Cuando llegué al pueblo me estaba esperando Martín, el amigo de Antonio. Otra excelente persona y gran conocedor del campo. Fuimos a donde se echaba la perra y se comía los cebos que le ponían. No estaba allí. Vi los lazos, que estaban perfectamente situados pero inútiles. La perra habría salido a campear a su antojo, pero vi hasta la hierba aplastada de donde se echaba. Luego fuimos a una nave de ovejas, de donde también la habían visto salir algún día, a un par de kilómetros de distancia de donde solía echarse. Me percaté de que la nave tenía por detrás un agujero en la pared por donde cabía la perra. Y pensé que lo que hacía era meterse allí para dormir calentita con las ovejas. Allí tampoco estaba y le dije a Martín de volver de nuevo al sitio primero. donde se echaba y le ponían comida.
Cuando volvíamos a ese lugar, atravesamos un cercado donde había caballos y, al salir de dicho cercado, me topé con la perra a diez metros. Se ve que me había olido cerca de su cama y venía en busca mía por mi rastro. Martín, al ver la escena, sabedor de que su presencia perjudicaba, se escondió entre los caballos. Yo me agaché y la llamé suavemente, sin gritos ni aspavientos y situado a su altura. La perra dio un par de vueltas, como dudando entre largarse a toda velocidad o venir hacia mí. Por fin decidió acercarse. Yo de rodillas le extendía una mano. Pasó un largo minuto con el hocico de la perra a un palmo de mi mano. Si yo intentaba un movimiento rápido para cogerla y fallaba, ya no la vería más.
Poco a poco fue acercándose, centímetro a centímetro, oliéndome, hasta poner su hocico en la palma de mi mano. Ahora sí. Adelanté la mano despacio y la sujeté por la papada. La acaricié repetidas veces y le puse el lazo de cuerda que llevaba en el bolsillo. La perra me lamió y se mostró tranquila, tras más de un mes asalvajada. La foto que acompaña el texto me la hizo Martín en aquel momento.
Una vez de vuelta a mi casa, la perra no se separaba de mí, dándome lametones. Estaba algo más delgada. La harté de carne y algo de grasa. Y ya está de nuevo en su perrera, con su hermana “Onda”. Desde entonces la he notado más obediente en los campeos y se recoge con una prontitud de reloj suizo. Hemos ganado los dos. Ella en su comportamiento y yo, en la seguridad de que no volveré a dar ni vender un perro adulto. Y como resulta que me he propuesto no criar más perros, entre otras cosas por las dificultades que nos están poniendo los legisladores y porque los años no pasan en balde para mí, “Reina” seguirá en mis perreras y cazando conmigo hasta que sea el tiempo o el destino quien nos separe.