Aquella noche, la del viernes dieciocho de diciembre de 2020, D. Julio Santamaría, no pegó ojo en toda la madrugada, salvo un corto duermevela, el que provoca la digestión de la cena, dado lo pronto que se fue a la cama.
Dos eran los motivos de su inquietud, por un lado el que le atormentaba durante casi todo el maldito año que ya terminaba. Con la crisis del coronavirus, fue consciente, por primera vez que a sus setenta y tres años ya no estaba para enfrentarse a los nuevos retos que tenía que afrontar su empresa familiar, heredada de su padre y este de su abuelo, de producción de aceite de oliva de alta calidad.
El único camino era la exportación a mercados selectos internacionales y él ni se movía con soltura en ese entorno, ni ya se sentía con fuerzas para evitar esa nueva y necesaria etapa. Julio y su esposa Encarnación no tuvieron hijos. Encarnita, como él la llamaba cariñosamente, una mujer fuerte donde las haya, padeció un tumor de matriz a temprana edad y hubo que vaciarla por completo. Ella le propuso repetidas veces a su marido una adopción, pero él siempre se negó. Negativa de la que empezaba a arrepentirse ante la perspectiva que se presentaba de tener que liquidar o vender la empresa familiar que durante más de un siglo había sido el orgullo de la familia. Aceites Santamaría S.L.
Y por otro lado, el sábado era el ojeo anual del Cortijo Grande, que siempre lo daba antes de Navidad. Lorenzo, el guarda le había confirmado que había perdices aburrir alrededor de las manchas de dehesa pero que este año, con la limitaciones impuestas por las autoridades sanitarias, la cacería se iba a deslucir bastante. De entrada no podrían venir sus invitados de Madrid, Valencia y Barcelona, empresarios a través de los cuales se vendía gran parte de su producción de aceite, ya que el ojeo tenía, además del objetivo cinegético, otro crematístico, ya que allí se apalabraba la compra de grandes cantidades de aceite.
Para colmo, Román, o Romancillo, como le llamaba Julio, su casero y secretario de toda la vida, estaba con un brazo en cabestrillo por un mal giro del volante del Land Rover al pisar una gran piedra. No podía cargar sus escopetas con la agilidad que requiere un buen ojeo.
Media hora antes de lo previsto y temiendo dormirse justo cuando debiera levantarse, Julio ya se estaba poniendo la corbata de punto color teja y la gorra inglesa. Bajó a la cochera del chalet y cargó en el coche el bastón de ojeo, macuto (con las pastillas de la tensión), bolsa de cartuchos, con veinte cajas de cartuchos Fast de 30 grs. del 7… y todos los apechusques necesarios. Además por supuesto de su magnífica pareja de escopetas de Ojeo Ugartechea 1040, que son copia exacta de las Purdeys en cuanto a mecanismos de llaves y apertura automática, aunque quizás mejores en materiales. Ya no hay quien haga en España maravillas armeras como esas.
Al darle al automático del portón de su garaje y ya con el Range Rover arrancado para salir, se encontró un inesperado impedimento. A medida que la puerta se abría hacia arriba iba apareciendo ante sus ojos unos cartones en el suelo del pequeño cobertizo exterior de la cochera y un hombre que se levantaba despacio de ellos, quitándose de encima otros cartones. Claramente se había despertado al escuchar el mecanismo de la puerta.
- ¿Que hace usted ahí? Está bloqueando la salida de la cochera.
- Perdone, pero no tenía donde dormir y no pensé que se iba a abrir tan pronto este portón –decía mientras se colocaba una mascarilla algo deteriorada- . Ya me marcho. ¿Usted pudiera darme algo para desayunar? Anoche no cené.
Julio se echó mano a la cartera, deseando terminar ya con la situación, pero recordó que desde hacía tiempo no llevaba efectivo encima por evitar contagios al tocar el dinero. A la vez le estaba llamando la atención el hecho de que aquel no era un mendigo “normal”. Llevaba un buen abrigo de marca y algo en sus movimientos y en su manera de expresarse le estaba diciendo que, aunque llevara barba de varios días y aspecto algo desaliñado, aquel era un hombre con una buena educación y un halo de empatía para nada común en otros mendigos que se había tropezado.
- No llevo dinero en efectivo, pero recoja los cartones, por favor y tome esta mascarilla nueva. Puedo invitarlo a desayunar en la gasolinera de Hipercor, que paro a tomar café y echar gasoil. Luego ya se queda usted por allí.
El mendigo, de unos cuarenta años de edad, ocupó el asiento de cuero con una sonrisa y mientras se ponía la mascarilla se presentaba con educación.
- Mi nombre es Ramiro Lanzas y aunque soy de Madrid, he venido por Córdoba porque estoy pasando una mala racha y pretendo encontrar a una tía mía a la que no conozco, pero me dijeron que vive por aquí cerca, en El Brillante. Ella tal vez pueda ayudarme. Soy su único sobrino.
- ¿Cómo se llama tu tía? Perdona que te tutee, soy bastante mayor que tú.
- Elena Lanzas Martín. Hermana mayor de mi padre. La verdad es que no se llevaban bien entre ellos y yo nunca he tenido contactos con mi tía.
- No me suena, pero le diré a mi mujer a ver si se entera.
Ya con el café por delante y unas tostadas con manteca colorá, que Ramiro devoraba con fruición, Julio se interesó por la historia personal de aquel hombre, que nada más llegar a la cafetería entró al servicio a asearse un poco y salió con el pelo mojado, peinado hacia atrás y el cuello del gabán hacia arriba, alto y con buen tipo, aunque con alguna mancha, más parecía un modelo de revista de moda que un pobre al uso.
Le contó que era licenciado en Empresariales por ESADE y había estado trabajando once años como consultor en Madrid, pero que una serie de circunstancias que prefería no describir le hicieron desembocar en su situación actual. Mientras lo escuchaba atentamente, Julio, perspicaz, intuitivo y acostumbrado al trato con muchas personas de toda índole, ya se imaginaba cual era el problema que acuciaba a aquel hombre.
Llegó la hora de irse para Julio y ya iba tarde.
- Voy para un ojeo de perdices entre amigos, que este año seguro que no le doy a un cerro, porque llevo toda la noche sin dormir y encima voy sin secretario.
- Yo se cargar escopetas. Alguna vez lo he hecho. Si quiere le puedo echar una mano. No tengo nada mejor que hacer hasta el lunes.
Indudablemente aquel desarrapado elegante tenía don de gentes. Julio se sentía tratando con él como si fuera un amigo de hace tiempo. Y allá que enfilaron los dos la carretera de Palma del Río, a las seis y cincuenta minutos de la mañana. Todavía les quedaban cuarenta minutos para llegar al Cortijo Grande y por ser el anfitrión, aunque estuvieran allí los caseros para abrir la cancela, Julio quería ser el primero en llegar a la finca para recibir a los invitados.
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Aunque poseen otras fincas más pequeñas, el Cortijo Grande es una excelente explotación agrícola que fue y sigue siendo la joya de la familia Santamaría. Entre la sierra y la campiña, con unas suaves lomas de olivar coronadas por herrizas adehesadas y numerosos arroyos y sangraderas, dispone de más de mil hectáreas de olivos arbequinos, a laboreo tradicional y ecológico, que dan un aceite gourmet excelente, apreciado en los mejores restaurantes y tiendas de delicatesen.
Cuando llegaron a la finca ya estaban allí los coches de los ojeadores y una gran candela encendida en medio de la explanada. Romancillo, a pesar de su dificultad en el brazo izquierdo, ya había arrimado el tractor con el remolque para llevar a los batidores a sus puntos de arranque. Este año, la línea de batidores iba a ser mucho menor que otros años, como también lo era la línea de puestos.
A las ocho y veinticinco ya había llegado el último de los ocho invitados con sus secretarios. Algunos amigos titulares de otras fincas que cruzaban invitaciones, un político y dos empresarios. Por allí andaba también Francisco Aranda, el granadino. Uno de los grandes corredores de aceite y de productos hortofrutícolas para exportación y venta a grandes superficies. Excelente tirador que gasta su tiempo libre en entrenar en “Las Gabias” fuera de temporada. Y en temporada, en acudir a los mejores ojeos, dada sus buenas relaciones con los propietarios de fincas. A Julio no le caía muy bien Aranda, porque no es un corredor al uso, que va a comisión, sino que compra aceite para venderlo sabe Dios a quién y cobrarlo sabe Dios a cuánto. Y también porque año tras año presentaba los mejores números del ojeo con diferencia, independientemente de la suerte en el “tomeló”(1) . Y eso que el puesto de Julio, que desde la época de su abuelo no entraba en sorteo, siempre era el mejor. Aranda tiraba con dos repetidoras con un secretario a sueldo, buenísimo, que le acompañaba en todas las tiradas.
En los mejores tiempos del ojeo del cortijo Grande se llegaban a juntar veinte escopetas en seis batdas a cara y cruz, pasando a veces de los mil pájaros. Este año van a ser sólo ocho puestos en cinco ojeos, dos cara y cruz antes de comer y otro después del taco. Eso sí, dada a buena densidad de perdices y los escasos puestos, se preveía que todos tiraran bastante.
Mientras se daba cuenta del copioso desayuno y se procedía al sorteo, Ramiro permaneció un poco al margen, como avergonzado de su aspecto desaliñado, calentándose las manos en la candela de los batidores que ya estaban esperando la señal de partida para el primer ojeo. Julio lo observaba a distancia, de vez en cuando. Sin dejar de atender a sus invitados, se fijaba de reojo en que su secretario advenedizo volvió a comer en abundancia de las estupendas migas que preparó la mujer de Román, con torreznos y huevos fritos, algunos dulces navideños y también se percató de que no probó ni una gota de aguardiente ni cognac. Café solo y un vaso de agua.
Los puestos del ojeo ya estaban hechos de antemano, de varetas o chupones de los olivos, establecidos a más de cincuenta metros uno de otro, como manda la ley, al pie de los cerretes, en tres hondonadas rodeadas de suaves colinas de olivar, para que los pájaros volaran lo más alto posible respecto a las escopetas.
A las nueve y cuarto de la mañana ya salió el tractor con los batidores, conducido por Román y detrás Lorenzo el guarda, montado en su yegua. El primer ojeo, de la “Cañada de la Sentencia” era el mejor con diferencia. Según le había dicho Lorenzo a Don Julio, el puesto que le había preparado en ese primer cara y cruz, tenía en frente el arroyo de “Los Velascos”, una ancha depresión de unos trescientos metros de larga perpendicular a La Sentencia, con buena cobertura vegetal y muy querenciosa para los pájaros. Sobre todo en el segundo ojeo, el de la cruz, los pájaros ya sobre aviso, iban a buscar la querencia de “Los Velascos” para refugiarse. Además el puesto estaba a cubierto de la línea de los demás, ligeramente hacia dentro de la desembocadura del arroyo, con lo cual no tendría que preocuparse en los tiros a derecha e izquierda.
El acceso a los puestos para los tiradores, situados al lado del camino que recorre la cañada, no ofrecía dificultad ninguna salvo ocultar bien los vehículos debajo de algún olivo frondoso o alguna encina, para evitar que las perdices pegaran un tornillazo con los brillos. Cosa de la que siempre se ocupan los secretarios antes de sentarse delante del avispero de cartuchos. A las diez de la mañana dio comienzo el primer ojeo. Empezaban a avanzar los batidores con palos en cuyo extremo ondeaba una bandera de España de plástico, para que hiciera más ruido al batir. Dirigidos por Lorenzo desde lo alto de su yegua, con paso cansino y sin voces para que las perdices no se levantaran todas a la vez, en barras, sino que entraran chorreadas, dando más oportunidades a las escopetas.
Julio estaba visiblemente nervioso, por lo desacostumbrado de la situación, con un secretario al que conoció hace un par de horas, después de una noche en vela y con la cabeza en otros asuntos. Era el primer año que acudió a “su ojeo” sin desearlo ni disfrutarlo. Como una obligación más. Nos obstante se mantenía en posición de espera, con un guante de anca de potro en su mano izquierda para no quemarse con los cañones cuando estos dijeran a calentarse y con la vista fija en el arroyo de en frente, bajo la visera de su gorra. Las gafas de protección no las llevaba en este ojeo pues no había posibilidad de tiros peligrosos.
A su lado, Ramiro, sentado en el catrecillo, sonreía con aire sereno, como intentando dar confianza a su benefactor, con una gorra de tela encerada prestada por Román, la Ugartechea numero dos cargada, en sus piernas y dos cartuchos entre los dedos de su mano derecha dispuestos para volver a cargar la número uno, que la tenía Julio en posición de guardia baja.
Enseguida se descolgaron las dos primeras perdices, con el lejano ruido de los batidores. Venían como dos pavas, rectas, de frente, inconscientes del peligro. Julio, algo apuntón, tardó en tirar el primer tiro por delante, aunque abatió la perdiz, la segunda lo sobrepasó y al girarse para tirarla por detrás, se sentó de culo tras el disparo, signo evidente de nervios a flor de piel. La falló, claro.
- ¡El primer tiro antes, Don Julio! ¡Los dos tiros por delante o a lo más tiro de Rey (2)! ¡Procure no girarse!
A Ramiro le salió el consejo casi sin pensarlo y enseguida se arrepintió de decirlo, mientras le cambiaba perfectamente la escopeta a Julio. Y casi antes de tener el arma completamente cogida, ya había girado la palanca de cierre y el mecanismo de apertura y expulsión lanzado las vainas vacías hacia atrás, sin molestar al tirador.
Julio no pudo ocultar la sorpresa en la expresión de su cara. Primero por el atrevimiento de Ramiro en darle consejos a él, con cientos de ojeos en su haber y segundo porque la celeridad y precisión en el cambio de escopeta demostraban que el nuevo secretario no era el primer ojeo al que asistía.
Manuel Pedrosa (Continuará)
- Sorteo especial para ojeos, donde se tiene en cuenta el número de puestos y número de ojeos para que no caiga en el centro el mismo tirador más de una vez.
- Disparo en la vertical, con la vista del tirador totalmente hacia arriba y la cabeza girada al máximo hacia atrás, aunque con el cuerpo aún dirigido al frente.
Se repuso enseguida Julio, con la premura que da, para un cazador de raza, ver las perdices sobrevolando su puesto. Y no eran pocas. Entraban a ratos chorreadas y otras veces en barra, compuesta por un gran bando o varios. Los otros puestos tampoco dejaban de tirar y aquel ojeo estaba resultando como se esperaba o mejor. Nuestro hombre se picó un poco con los consejos de su secretario y por un prurito de orgullo cazador puso en el asunto toda la concentración y a la vez la serenidad que pudo reunir. Fallar, claro que fallaba, como todos, pero estaba resultando en una media más que aceptable para su edad. Y el que no fallaba era su nuevo secretario. Antes de desencararse la escopeta descargada ya tenía la otra ofrecida por Ramiro.
Cuando ya estaban los batidores a poca distancia delante de los puestos y Lorenzo hizo sonar su corneta desde lo alto de la caballería, se dejaron de escuchar más tiros de inmediato.
- ¡Veintiuna! ¡No ha estado mal la cosa! -dijo Ramiro mientras descargaba la escopeta que tenía preparada y retiraba a Julio la otra para hacer lo mismo.
Este sudaba considerablemente, a pesar del frío que hacía ese día en la vaguada, aún con restos de escarcha. Se quitó la gorra y los cascos y sin decir nada empezó a colocar al otro lado de la pantalla los achiperres que portaban, ayudándole con presteza Ramiro.
- ¡Y eso que no tengo el cuerpo en condiciones! – contestó al rato Julio, con signos evidentes de cansancio y mala cara.
Mientras cambiaban los bártulos de lado, ya que su puesto no se alteraba en la contra del ojeo, solamente cambiaba la dirección del mismo, pasó por delante Aranda con su secretario, camino del puesto que les tocaba en la cruz, a la izquierda del que ellos ocupaban.
- ¿Cómo ha ido la cosa, Francisco? -No pudo aguantarse Julio.
- ¡Veintitrés! ¡Muy satisfecho! –contestó el granadino.
Julio ni contestó. Se le descolgó aún más la cara. ¿De donde habrá sacado aquel tío veintitrés pájaros?. Ha tenido que bajar todo lo que le pase por delante, ya que el puesto que tenía no era ni de lejos como el suyo de bueno.
- A ese lo conozco yo, Don Julio. Él no me ha conocido a mí, pero yo a él sí –dijo Ramiro mirando al granadino mientras se alejaba.
- ¿Y de que conoces tú a ese pájaro?
Ramiro esbozó una media sonrisa y tardó algunos segundos en contestar. Como dudando en hacerlo.
- Asesoré, los últimos años, hasta que perdí mi trabajo, a varios grandes invernaderos de El Ejido, que vendían sus productos a través de Francisco Aranda. Más de una vez le tuve que poner los puntos sobre las ies… -hizo una pausa larga, como sin atreverse a seguir- Y también de encontrármelo en algún ojeo,… porque yo, Don Julio,… también he sido aficionado a esto, mientras pude permitírmelo.
Ahora sí que la cara de Julio era un verdadero poema, entre la mala noche pasada y las sorpresas recibidas, la tenía totalmente desencajada. Permaneció en silencio, pensativo, fumándose un cigarro y luego otro, hasta que la corneta lejana de Lorenzo, anunciando el comienzo del segundo ojeo, le despertó de sus cavilaciones.
Como estaba previsto, las perdices enfilaban casi todas para el matorral del arroyo de “Los Velascos”, delante del cual estaba el puesto de Don Julio. Pero a este no le mejoraba el semblante. Al contrario, cada vez más blanco y ahora con unos fuertes retortijones que le obligaron a soltar la escopeta y llevarse la mano al bajo vientre, mientras los bandos de pájaros lo sobrevolaban a tiro.
- ¡Coge tú la escopeta, Ramiro! Se me ha descompuesto el cuerpo –decía Julio después de quitarse el guante y los cascos, a la vez que se alejaba raudo, semiagachado y con la mano izquierda en la barriga, camino de una gran coscoja detrás de la cual se puso a soltar todo lo que llevaba dentro.
Mientras hacía sus necesidades, observaba cómo su nuevo amigo hacía gala de un temple poco frecuente de ver. Con el avispero por delante y cargándose el mismo la escopeta, iba bajando las perdices, doblete tras doblete, con una naturalidad apabullante. Con un “swing” corto y poco esforzado, como si fuera la cosa más natural del mundo las iba descolgando delante del puesto, de manera que iban a ser hasta fáciles de recoger para los perros retrievers que traía Román. Julio no salía de su asombro, mientras su cuerpo se iba quedando más ligero.
Cuando terminó y se recompuso, se fue derecho a sentarse en el catrecillo y sin decir nada se puso a cargarle las escopetas a Ramiro, invirtiendo totalmente los papeles previstos. Secretario de tirador y tirador de secretario. ¡Ahora sí que cundía aquello! El sueño de todo aficionado ante el puesto de su vida y que parecía no acabar nunca.
Cuando sonó de nuevo la corneta del guarda, Ramiro dejó las dos escopetas con los cañones al rojo vivo, apoyadas en las varetas del puesto y mientras se quitaba los cascos dijo por lo bajini…
- ¡Entre setenta y ochenta!
Estaban ambos cazadores de pie, tras su pantalla, absortos, uno por la concentración requerida para los tiros y el otro apabullado por las sorpresas, mirando la alfombra de perdices abatidas, apenas se percataron de que por su izquierda, asomaba Francisco Aranda, que solo pudo ver de la escena, los pájaros cayendo por delante, sin ver quien los estaba abatiendo.
- ¡Enhorabuena, Julio! ¡Esto no hay quien lo supere hoy! –decía el granadino, medio cortés, medio muerto de envidia.
- ¡Yo noo…! – empezó a decir Julio, cuando recibió un fuerte tirón de la manga por parte de Ramiro- ¡Hemos tenido mucha suerte! –acertó a decir al fin.
- Yo solamente he podido cobrar once. Han pasado todas por este desfiladero, salvo alguna descarriada. Le reitero mi enhorabuena más sincera –contestó Aranda dando media vuelta hacia su puesto.
¡Setenta y tres perdices! recogieron los cuatro retrievers de Román de delante de aquel puesto. Julio sabía que por mal que le fuera en los otros ojeos, el cómputo total era ya insalvable hasta para el Conde de Teba.
Camino del coche para cambiar de puestos, apoyándose ligeramente en el bastón de ojeo, recuperó el habla Don Julio y se dirigió a su nuevo amigo, que portaba la pareja de Ugartechea enfundadas, colgadas del hombro y el resto de arreos en las manos.
- ¿Qué fue lo que te echó por alto, Ramiro? No me acabo de creer que un tío como tú acabe en la miseria. Lo sospecho pero quiero que me lo digas tú mismo.
- El polvo blanco, Don Julio. La maldita droga, la noche… en fin…He aprendido la lección con repaso incluido. ¡No sabe usted como anhelo otra oportunidad!
Ya no se habló más de historias pasadas. El ojeo continuó, con buenos números, aunque no tan espectaculares como los del segundo ojeo. Y por supuesto tirando Don Julio auxiliado por Ramiro, tal como estaba previsto ese día.
El Cortijo Grande, como todas las fincas que ofrecen excelentes ojeos de perdiz, sólo se cazan una vez al año y los años malos para la cría no se cazan. Tampoco se caza al salto la perdiz. Solamente Lorenzo está autorizado a quitar algún macho viejo con el reclamo, lo que hace que su territorio se vea reforzado en densidad al año siguiente. Como todo lo que ofrece buenos resultados, es porque hay un gran trabajo detrás.
Durante la comida, que más que comida fue un breve tentempié, guardando distancias y a campo abierto, Julio se veía contento y dicharachero, conversando alegre con todos los invitados y auxiliares. Quizás se pasó un poco con el vino, lo que hizo que bajara su media considerablemente en el ojeo de la tarde, cobrando sólo seis pájaros. Pero en el cómputo total su tablilla fue la mejor del día, con más de veinte pájaros de diferencia sobre la segunda.
Al despedirse de sus invitados, Julio regaló una botellita del mejor aceite de la cosecha de este año a cada uno de los asistentes, incluido el personal auxiliar. Solamente Ramiro le hizo un pequeño comentario al recibirla, por lo bajini …
- Don julio, ¿Quién le ha hecho el diseño de este envase? No tiene descritas las propiedades organolépticas del aceite, ni figuran premios recibidos… Hay aficionados en todas partes.
Julio se quedó mirándolo fijamente un momento, con una cara neutra, inexpresiva, a la que poco a poco asomó una sonrisa burlona.
Antes de coger el coche para volver a Córdoba, Julio sacó su móvil del bolsillo y le enseñó a Ramiro un mensaje de whatsapp, de Encarna, su mujer, a la que había encargado durante el taco del ojeo que se enterase quien era Elena Lanzas Martín.
“Elena Lanzas Martín está en una residencia para mayores de San Lorenzo. Tiene alzheimer y donó sus bienes a la orden de las monjas de dicha residencia. Me lo acaba de contar una vecina suya que la conoció y que sale conmigo a andar. Por cierto, toda una señora donde las haya, Doña Elena”
En el camino de vuelta hablaron poco. En parte por el cansancio y en parte porque cada uno de los dos tenía ocupada su mente en el qué iban a hacer mañana… y pasado… y al otro.
Al llegar a Córdoba, el Range Rover no enfiló camino de El Brillante, a casa de Julio, sino para la salida hacia Alcolea, pasado el campus de la Universidad de Córdoba, donde estaba el molino y oficinas de Aceites Santamaría S.L.
Ante la cancela de entrada de las modernas instalaciones se detuvo el todoterreno mientras julio sacaba el mando de apertura de la misma. Sin decir nada el coche paró delante de las lujosas oficinas y entraron ambos hombres en su interior, siempre Julio delante, abriendo puertas y encendiendo luces.
- Esta fue la vivienda del vigilante de la fábrica hasta que se jubiló. Ahora está vacía y puedes establecerte en ella estos días. Aquí tienes las llaves. Dejo la alarma sin poner –decía Julio con semblante serio- Y ahora vente conmigo a mi despacho que te voy a dar unos papeles para que le eches un vistazo cuando te aburras. Son balances, estados de cuentas, listado de clientes y documentos parecidos. Quiero que veas si eres capaz de darle un giro a esta empresa y ponerla en órbita. Pero tranquilo. Estos días mira los papeles cuando tengas tiempo, sin prisa pero sin pausa… No dejes de ir a ver a tu tía a la residencia de San Lorenzo. Aquí tienes también las llaves de la furgoneta más pequeña de las que están aparcadas ahí enfrente. Y también… aquí tienes quinientos euros para que pases estos días. Lo que llevo en la cartera … El lunes que viene hablamos y espero que dijeras en serio eso de que … APRENDISTE BIEN LA LECCION … Y ahora me voy para casa que Doña Encarna me tendrá una buena regañuza preparada… como siempre que vuelvo de caza. Hasta el lunes.
¡FELIZ NAVIDAD A TODOS! Manuel Pedrosa.