La había visto Julián, el piconero, reculada contra el tronco de una retama, de espaldas al sol naciente, a media lastra por bajo del cortijo Castillo. La distinguió por la mancha parda que formaba su calor corporal en el blanco de la escarcha de aquella gélida mañana de últimos de diciembre. Al verla empezó a hablar para que no se asombrara y cambiara de asentamiento. Rodeó la retama y se fue charlando solo, unos cientos de metros más abajo, a seguir rebuscando varas y raigones para su piconá.
Aquella liebre se había librado de los lazos y cepos de los piconeros de Las Montalbas, no sólo ese invierno, sino el anterior también. La primavera y verano de ese mismo año, sus dos o tres lebratos, fueron cayendo, ya de medias liebres, en las trampas que les tendía el hambre de aquella gente, tirada al monte a diario para llevarse algo a la boca en aquel maldito año cuarenta y uno, en el que hasta las cosechas de los que tenían más de media fanega de tierra fueron requisadas para pagar los gastos de guerra. Se vivía de los espárragos, tagarninas, caracoles, zorzales, los conejos y liebres que no había y cualquier cosa que diera la exprimida teta del campo andaluz.
Caía ya la tarde cuando Julián pasó por delante de la puerta entreabierta de Miguel Ramírez, Culili. Paró la mula y lanzó un eeeeehhh que retumbó en el zaguán como si se hubiera caído la tranca. Miguel salió del cuerpo casa y se asomó sin soltar el hoyo de aceite y la navaja.
– No me hace falta picón, Julian-. Le espetó antes de que hablara el piconero.
– Ni yo quiero venderte. La he visto echada en la lastra de Castillo y esa no se va de allí esta noche. Habla con Porrera a ver si os quedáis con ella. Si la matáis, mañana mando a la mujer con la cacerola.
Porque una liebre, si le daban muerte entre varios, se repartía en tajadas. Y de esta manera apalabró Julián su ración de arroz o papas guisadas, que le correspondía por dar el aviso, antes de que la orejona dejara de andurrear la dehesa de los blancos cerros de yeso, de donde le viene el nombre de Las Montalbas.
Y le faltó tiempo a Miguel para acercarse a la calle La Pendencia, en busca de Porrera el viejo, para que este preparara su retaco, un puñado de pólvora y munición para un tiro, que era la única oportunidad que les iba a dar, si se la daba, aquella matacana vieja, que percibía el hedor a hombruno en lazos y cepos desde distancia, lo que le hizo que la llevaran viendo una temporada larga por aquellas retamas. Hasta cepos untados con estiércol le habían puesto en las veredas más querenciosas sin que nadie consiguiera hacerla terminar hirviendo, rodeada de papas o de un puñado de arroz.
– Que esa no se va de allí esta noche, Santiago. Que dice Julián que no se escamó a su paso y que tiene allí donde roer en todos los cortes frescos que ha dejado.
Animaba Miguel a Porrera mientras este lo escuchaba buscando la petaca de la pólvora, los mixtos y la taleguilla del plomo y los tacos, en el cajón del viejo aparador.
– Veremos a ver. De todas maneras, no tengo nada mejor para mañana. Una hora y media tenemos de camino y habrá que estar puesto con la escopeta montada en lo alto de las Piedras Negras cuando el sol empiece a derretir la pelúa de la solana. Así que a las siete estamos andando.
– Yo me quedo en el arroyo, con el perro atado y entraré por lo hondo de la lastra. Como esté ahí, que estará, el Montaña tarda un suspiro en dar con ella y se sale seguro por entre las Piedras, buscando el perdedero del romeral de la umbría.
– A ver si mañana comemos papas guisadas con liebre – sentenció Porrera-.
A las siete menos diez, Culili, con la pelliza abrochada hasta al último botón, atraillaba al podenco colorao, que rabeaba con el entusiasmo justo del perro que caza casi todos los días para ganarse su mendrugo. El camino hacia los cerros blancos fue como lo hacían la gente acostumbrada a andar temerosa por el campo, en silencio total, ligeros y sin cruzarse una palabra. Delante iba Santiago Porrera, con el escopetón de avancarga, ya atacado pero sin cebar, colgado del hombro por una trenza de pita, sobresaliendo una cuarta larga por encima de la cabeza de su exigua figura. Y detrás Culili, con la gorra calada hasta las orejas y el perro amarrado y diligente.
El día les sorprendió dando vista a los cerros de Las Montalbas, a la altura de la vieja cantera de yeso que tiene por puerta la dehesa. La escarcha blanqueaba por completo el pasto ralo y los troncones de las retamas, después de dejar los últimos olivos del ruedo del pueblo. Al cruzar al arroyo que circunda el monte, se paró Miguel, siguiendo Santiago tal como venía, sin perder el paso y sin mediar palabra.
En diez minutos más estaba inmóvil, encima del Poyete del Lobo, el punto más alto de las Piedras Negras. Con las manos temblonas por la edad y el deficiente abrigo que lo cubría del riguroso relente, amartilló el viejo retaco y lo cebó con un mixto, esperando que cumpliera como tantas otras veces lo había hecho.
Sin otro signo de aviso que su propio cálculo sobre el tiempo que se tardaba en subir la cuesta, Miguel soltó al podenco que hincó la nariz en la escarcha y empezó una búsqueda viva pero serena, como corresponde a un perro curtido en la escasez y cazado ya varias temporadas. Culili le chascaba la lengua para animarlo, mientras cortaba una buena vara de retama que le ayudara a repechar.
En la primea asomada de la lastra empezó el Montaña a dar los primeros hopazos nerviosos, señal inequívoca de que había acusado las andadas de la liebre.
– ¡Perrahí Montaña!
Animaba por lo bajo, con el pulso acelerado, el joven podenquero. Unas decenas de metros más arriba, se le escaparon al perro los primeros latidos, casi quejidos, al rastro. Y Porrera que los escuchó, se enervó en el poyete, orientando sus heladas orejas en la dirección del perro. El podenco volvió a latir más de seguido, señal de que estaba en el rastro cierto. El huesudo tirador, aferrado a la caña de la escopeta, con la fuerza que da el frío y la emoción, movía lentamente la cabeza, escudriñando las entradas a su postura, por si se gazapeaba la liebre.
Tras varias idas y venidas del perro, desenredando la maraña del rastro, por fin desencamó a la rabona con una agonía de latidos finos, enfilando esta, como estaba previsto, derechita a las Piedras Negras. Porrera tenía ya encarada la espingarda y con la liebre a la vista, aunque todavía fuera del alcance del arma, cuando aquella paró en seco su carrera, cargándose de viento, levantada de manos. Si la tiraba a aquella distancia, se iba seguro. Aquello parecía un duelo a la antigua. El viejo cazador encarado con el dedo encrespado en el gatillo y la liebre quieta, fuera de tiro y escuchando los latidos del podenco que ya se le echaba encima.
De pronto pegó un tornillazo y se metió como una exhalación en una madriguera de conejos que tenía unos metros más arriba.
El rostro desencajado de Porrera era un poema incompleto, cuando asomó Miguel detrás del podenco, que ya estaba latiendo a parado en el encerradero. No le hizo falta ni preguntar lo que había pasado. Su perro se lo estaba diciendo.
– ¡Anda ve por el hurón, Miguel! Yo me quedo aquí por si sale. Esta acaba hoy con los ojos llenos de arroz, como me llamo Porrera.
– De todas maneras, de perdíos, al río.
Fue la respuesta de Miguel, mientras amarraba al perro y se encaminaba otra vez hacia el pueblo, con esa fijación y entereza que da la necesidad. Y Santiago lo vio trasponer de espaldas, mientras se mejoraba cubriendo las salidas de la madriguera, sentado sobre el zurrón puesto en una piedra, dispuesto a esperar tres largas horas sin apartar la vista de aquellos boquetes. ¡Lo que aprieta el hambre!
Fuera por la extremada prudencia de aquel animal que tantas veces libró el pellejo, o por su fino olfato, que no asomó los bigotes ni hasta bien pasado el medio día, en que apareció Culili con el hurón entalegado debajo de la pelliza.
También sin mediar palabra, para dar confianza a la liebre y que saliera de su escondrijo, se arrodilló Miguel ante las bocas y, como si estuviera confesando ante aquella celosía de huras, depositó el bicho en el mismo agujero que le había señalado el Montaña tres horas antes.
La lavativa surtió efecto casi inmediato, saltando la liebre por el mismo agujero…. ¡con el hurón montado en su lomo!
– ¡No tires que me extravías! ¡No me lo vayas a matar!
Gritaba Miguel, con los brazos en cruz, interponiéndose entre la escopeta y la carrera de la liebre, que corría con el improvisado jinete en sus lomos. En aquel momento pasó por su cabeza el perjuicio que le supondría la muerte de su compañero de capillo y furtiveo y, como se dice en su pueblo, perdonó las gachas por los cucurrones. El hurón se apeó descabalgado treinta o cuarenta metros más abajo, con la liebre ya fuera de tiro y Culili pudo recuperarlo sano y salvo.
Porrera desmontó la escopeta, con la resignación del pobre al que tantas veces le ha tocado las de perder. La vuelta al pueblo, con las manos vacías y el estómago vociferando de hambre, fue como la venida….en silencio y uno detrás del otro.
Que buen relato Manuel ! … como todos !! y como en todos me encanta meterme en el pellejo de los protagonistas, pero sin hambre jajjajaj ¡¡ ARRIBA LA CAZA !!
Me alegra que te guste. Está basado en hecho real. Sólo cambia uno de los protagonistas y la época en que ocurrió. La historia en sí es prácticamente igual a lo ocurrido.