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La Lista

Antonio García Antequera, El Mellao, estaba ese domingo pelándose en la barbería de Patagoma, que abría las mañanas dominicales por ser éste el único día que holgaban los jornaleros y aprovechaban para darse un arreglo antes de misa. El salón estaba completito de paisanos, esperando meterse por la cabellera la maquinilla con el peine del cuatro que les aligerase el cogote, necesario ya porque el sol empezaba a apretar en mayo durante las largas jornadas agrícolas.

El maestro barbero, de recortado bigotillo a lo Clark Gable, movía con rapidez endiablada las tijeras y el peine sobre el cuello de El Mellao, mientras iba contando con todo tipo de detalle cómo era la camada de podencos que tenía en su patio y lo que iban a hacer en el campo esa temporada, si tenían la dicha de parecerse al padre o a la madre. Antonio, con la cabeza agachada, escuchaba pacientemente el discurso del barbero cazador, medio adormilado como el resto del personal que ocupaba las sillas de enea de la barbería.

En estas estaban cuando detuvo el maestro la tijera y se quedó mirando asombrado por encima de sus gafillas, con la vista fija en la puerta de entrada a la barbería, alertado por el jadeo perruno que escuchaba.

–Ahí la tienes-

Le dijo a El Mellao, dejando un momento la faena para que éste mirara hacia la puerta de la calle. Antonio, con el babero puesto, volvió la cabeza a medio pelar, y se quedó mirando a su perra, la Lista, que jadeaba con los ojos medio cerrados y la nariz apuntando a las vigas del techo de la barbería, sin atreverse a entrar, en pié, abierta de manos, defendiendo el conejo que había depositado en el tranquillo de la puerta. Contestó El Mellao

-La solté anoche porque no paraba de ladrar y seguro que ha ido a por el conejo a Las Moraillas o al mismo arroyo, por eso viene jadeando-

Volviendo la cabeza al espejo para que terminaran de pelarlo, como si la cosa no fuera con él, pero más ancho que largo por la faena que se había cargado su perra a la vista de los demás parroquianos, la mayoría también cazadores. Luego le dijo su mujer que la Lista había llegado a la puerta de su casa, como siempre que pillaba un conejo o una liebre, pero que, sin soltar la pieza, cogió el rastro de su dueño hasta la misma barbería.

Estos detalles tenía la Lista, una de las mejores podencas que han campeado los arroyos que van a dar al río Geníl a su paso por las estribaciones de la Subbética. Era ésta una perra canela, con el hocico blanco, fina, de largos remos, más bien alta para ser de talla media y con el pelo entre liso y duro. Además, Antonio, su dueño, tenía por costumbre salir a cazar, ya bien entrada la mañana, a eso de las diez o más, por lo que, casi siempre iba andando el terreno que ya habían andado otros. Eso sí, despacio y callandito, que es como se debe cazar con los podencos. La Lista parecía tener programada la ubicación exacta de cada conejo encamado en el manchón, no daba viajes inútiles, iba derechita al sitio, con un trote cansino que se convertía en carrera endiablada cuando tenía la pieza por delante. Sus portentosos pies hacían que a su dueño le durara una canana toda la temporada. No es que hubiera muchos conejos en el monte allá por los años sesenta del pasado siglo, porque los cepos y lazos lo tenían todo trillado, pero siempre había conejos y liebres para El Mellao.

A las liebres les tenía la perra más interés que al cobrador de la luz y la medida cogida nada más verlas salir. Aunque era levantadora pura, silenciosa, que sólo latía para avisar a la escopeta de que llevaba caza por delante, había veces, cuando levantaba una media liebre y calculaba ella que la orejona no tenía velocidad suficiente para salvar su pellejo, que no emitía ni un latido, porque sabía que no había que gastar pólvora en salvas y que la liebre vendría a su boca tras una carrera más o menos larga. Parecía tener un radar de los que lleva la Guardia Civil para medir la velocidad, porque raro era que se equivocara cuando le echaba un pulso a una liebre. En cierta ocasión, al volver Antonio por la tarde de su trabajo en el campo, con el caballo de reata y la perra trasteando a pocos metros, levantó la Lista una liebre y decidió ella que había que correrla. Como aquello podía durar un rato y estaba ya oscureciendo, El Mellao, sin perder paso hacia el pueblo, soltó su blusa junto a la pata de un olivo, ya que pensaba volver por el mismo camino a la mañana siguiente, y continuó su marcha. Llegó al pueblo sin la perra, pasó la noche y volvió al tajo a la mañana siguiente. Al llegar al olivo señalado, junto a la blusa, estaba echada la perra con la liebre entre las manos.

Foto: Antonio «El Mellao» Sujetando a la Lista.

Aunque Antonio murió hace ya diez años, cuando recorro escopeta en mano los que eran sus cazaderos de costumbre, todavía me parece verlo, ya con cerca de ochenta años, pero con su figura de hombretón avellanado, dominando las veredas del monte desde lo alto de la piedra precisa para otear lo máximo, con su blusa campera, su gorrilla y su zurrón colgado de un solo hombro, guardando un equilibrio imposible para amartillar momentos antes de disparar su escopeta de perrillos y cobrar el conejo o la liebre como si fuera lo más natural del mundo a su edad.

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