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Once Perdices Maté… (Cuento de Navidad)

Juanico ‘Serones’, natural de Valverde del Camino, Manuel Sarmiento, de Encinasola, Sebastián Reyes, de La Puebla de Guzmán y un servidor, que se acercó desde Córdoba, invitado por este último, íbamos cazando en mano aquella preciosa y suave ladera de retamas y romeros, del término de La Puebla. No habíamos hecho nada más que empezar la cacería, cuando el olor repentino a tierra húmeda que traía el fuerte viento de poniente y el color ‘panza burra’ intenso que cogió el cielo, estaba ya avisando del aguacero que se nos venía encima. Un conejo que le había matado yo a mi ‘Pulïo’ y otro que le revocó Sebastián a su perra, era toda la percha que llevábamos cuando las nubes se abrieron en canal y empezaron a soltar agua como si se fuera a acabar el mundo.

– ¡Subirse para la cuerda!  – gritaba Sebastián -, ¡Vamos a meternos en la Casilla del Pastor, que está a la volcada del cerro! ¡Más vale que digan que aquí corrieron que aquí murieron, cuatro chalaos!

Antes de llegar al pequeño cobertizo que tenía a su entrada el desvencijado refugio, ya teníamos agua hasta en el interior de las botas. Y los perros, calados hasta los huesos nos precedieron, con el rabo entre las patas, adelantándose para ganar el techado. Fue oír nuestra algarabía de voces de alivio por ponernos a cubierto y el cabrero que habitaba el cortijillo nos abrió la puerta amable y sonriente, como quien agradece la providencial compañía, en la soledad del campo atormentado por semejante diluvio.

– Entren ostés, que se van a poner malos. Hay candela ensendía y una botella aguardiente pa calentarse el cuerpo. Los perros que entren también, que se sequen los animalitos, que mi turca es muy noble y no les ha de plantar cara.

Y así nos vimos, a las nueve de la mañana de lo que prometía ser una magnífica jornada de caza, con las escopetas apoyadas en la chimenea y nuestras ropas como si las hubieran sacado de la pila, expuestas  también a la candela.  Los cuatro podencos que llevábamos arrebujados en el capacho de esparto que se extendía delante de las brasas, desprendían vaho humeante de su pelo empapado y olor a perro mojado, ante la atenta mirada de la turca de Julián, el cabrero, que se desvivía echando un par de buenos leños de encina a las llamas y sirviendo unos cristales de cazalla seco, que nos supo a gloria bendita.

Se quedó mirando Manuel la guitarra que pendía de una alcayata en la pared, entre un almanaque de Explosivos Rio Tinto y una hachuela de descorchar.

– ¿Se puede templar la guitarra, Julian? Es por quitarle la humedad a la pobre.

– Suya es. Que lleva ahí colgada desde el remate del descorche del año pasado, sin nadie que le meta mano.
Dio su permiso el cabrero, que se le notaba tan alegre por la inesperada visita, que no sabía cómo congraciarse más.

– El campo es como las mujeres. Cuando no quiere no quiere. Y hay que respetarlo.

Sentenció Sebastián que tenía la vista fija en los empañados cristales del ventanuco del cuerpo casa, tras los cuales, el monte del Andévalo se veía tan imponente y bronco por la lluvia como el potro sin doma de peores intenciones. Manuel apretaba las cuerdas de madera de la guitarra la iba templando con paciencia, mientras Juanico carraspeaba con el aguardiente en el gaznate, como acordándose de la letra de un fandango, y yo secaba mi paralela de martillos del 16 con un paño de color indefinido que encontré junto a la cocina de leña.

Julián, que ya había terminado su pequeña labor de acogida, atizando la candela y sirviendo las copas, siguió la charla animado.

– No se agobien ostés que pa medio día escampa. Y si no escampa tengo yo ahí cecina de jabato, pan y una arroba de vino del condado. Que hambre no pasamos.

De manera que se puso la mañana en situación de cambiar los lances de escopeta y perro por cantes de cacería al son del repiqueteo del agua en las tejas y de las notas de la guitarra, que ya hablaba en las manos de Manuel.  Se arrancó el ‘Serones’ con un fandango que ponía los pelos de punta en su voz rajada por el aguardiente:

A mi perra conejera
voy a ponerle un cencerrillo
pa cuando esté en la faena
se escuche el soniquetillo
y  no la mate cualquiera.

Aquello fue el preámbulo de unas buenas horas, que como todo lo bueno, se presenta sin avisar y sin buscarlo. Al cabrero se le reían las pajarillas de tal manera, que al acabar Juanico con el suyo, se echó para adelante con uno de Cabezas Rubias:

Tienen los pastos comunes
Cabezas Rubias y El Cerro.
Tienen los pastos comunes
y yo los tengo contigo
Sábado, Domingo y  Lunes.

Que los fandanguillos cada uno los canta de sus quehaceres y sus devociones. Entre cantes de cacería y cabreros andaba la partida, mientras la botella iba perdiendo líquido a la par que el campo se empapaba. Hasta Sebastián se arrancó, fijándose en la hachuela de sacar corcho que pendía de un clavo:

Que está colgá en la pared,
no me toques esa hachuela
que está colgá en la pared.
mientras que vivió mi pare,
compañero de ella fue,
como lo fue de mi mare.

Dobló el cabrero con otro fandango valiente:

Me gusta ver el ganao
cuando va de recogía.
me gusta ver el ganao.
primero van las parías
porque en el corral han dejao
por la mañana a su cría.

Quizás no fuera verdad, aunque vino al caso lo que cantó después ‘Serones’, mientras yo ya tenía todas las escopetas secas y mi garganta caliente por el cazalla.

Once perdices maté
el jueves de cacería,
once perdices maté.
y no llegué a la docena
porque se puso a llover.
¡Ay si la tarde está buena!

Ni que decir tiene que al medio día estaba la cecina de jabalí encima de la mesa y los dos conejos que llevábamos, en el perol, al ajillo, con una ramita de romero. ¡Y eso que ya había escampado! Pero aquel día se terció de cante, que de todo quiere el cuerpo y más donde no se molesta a nadie, en la soledad de la Sierra adornada por el arcoíris entre los cerros de enfrente.

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